Mis mujeres me gustan con faldas cortas y un lápiz en la mano para que se dibujen los ojos o escriban en las paredes según les parezca. Me gustan así en cualquier lugar, independiente de su clima, su flora y su fauna, su lengua y su moneda. Yo conocí a mis mujeres en un pueblo cubierto de nieve. Desde que abandone el frío pienso más y más en ellas. Como aquéllas tres ninguna. Es eso lo que pienso.
Las tres compartían conmigo la soledad más absoluta, los pinos iguales, como los días, unos a otros. Cuando los copos silenciosos me invadían siempre una de mis mujeres me sonreía, me hablaba de algo o se ponía el mejor vestido y aquél espacio blanco y lleno de luz se hacía más tolerable. Todo tenía olor a nada por aquellos días, gusto a nada también tenía.
Julia con grandes ojos verdes era útil y práctica para todo. Tenía también una dulzura infinita. Ella escuchaba discos y se maquillaba frente al espejo antes de salir cada mañana. También confitaba cáscara de naranja en espirales o hacia una conexión eléctrica con el mismo amor. A Julia nunca se le ocurrió reclamarme nada, y a mí, simplemente, tampoco. Ella hacía la cama con sábanas, mantas, frisas, colchas y capas y capas y capas de almohadas y dentro de todas aquellas cobijas dormía con medias puestas.
Miriam tenía largos rizos rojos hasta la espalda y era genial y divertida. Todo lo de Miriam tenía onda. Ella me abrazaba de repente o me llamaba por teléfono con súbita ternura. Era tiernamente egocéntrica y se pasaba horas mirándose al espejo o dibujando autorretratos. Lo que nos gustaba era viajar a lugares soleados. Miriam bebía cervezas conmigo, tomaba el sol de biquini.
Teresa era la más callada y triste, pero en el fondo la única persona que sabía por qué estaba allí. Tenía una pequeña hijita tibia que la acompañaba a todas partes y era como un amuleto. Fumaba, escribía y soñaba con cierta compulsión mesurada. Los peores días de nieve siempre se aparecía con buenas noticias. Poseía una curiosa colección de sombreros. No sé si le gustaban los tangos. Como era un poco olvidadiza se dejaba los corpiños en casa de los amantes.
Yo sabía que todas ellas tenían amantes en aquel pueblo de los venados donde todos llevábamos cuernos. Una vez Teresa quiso irse durante un final de semana con un músico de jazz y me propuso serena que quería que yo fuese con ellos para observar. Así, observar. Y yo sentí la tentación de escaparme con la orquesta. Los miembros prometían días de playa y abundancia. De Julia, la esposa perfecta, supe que era casada con otro antes del año y por eso ni aniversario nos dio tiempo a celebrar. Volvió con su marido y me dejó las plantas a punto de florecer.
De ellas dos sólo recibo noticias esporádicas. Miriam y yo aún nos escribimos, nos llamamos, nos vamos de vacaciones a la playa. Ella bebe cervezas conmigo, toma el sol de biquini. Yo también, a pesar de las más diversas infidelidades.
Las tres compartían conmigo la soledad más absoluta, los pinos iguales, como los días, unos a otros. Cuando los copos silenciosos me invadían siempre una de mis mujeres me sonreía, me hablaba de algo o se ponía el mejor vestido y aquél espacio blanco y lleno de luz se hacía más tolerable. Todo tenía olor a nada por aquellos días, gusto a nada también tenía.
Julia con grandes ojos verdes era útil y práctica para todo. Tenía también una dulzura infinita. Ella escuchaba discos y se maquillaba frente al espejo antes de salir cada mañana. También confitaba cáscara de naranja en espirales o hacia una conexión eléctrica con el mismo amor. A Julia nunca se le ocurrió reclamarme nada, y a mí, simplemente, tampoco. Ella hacía la cama con sábanas, mantas, frisas, colchas y capas y capas y capas de almohadas y dentro de todas aquellas cobijas dormía con medias puestas.
Miriam tenía largos rizos rojos hasta la espalda y era genial y divertida. Todo lo de Miriam tenía onda. Ella me abrazaba de repente o me llamaba por teléfono con súbita ternura. Era tiernamente egocéntrica y se pasaba horas mirándose al espejo o dibujando autorretratos. Lo que nos gustaba era viajar a lugares soleados. Miriam bebía cervezas conmigo, tomaba el sol de biquini.
Teresa era la más callada y triste, pero en el fondo la única persona que sabía por qué estaba allí. Tenía una pequeña hijita tibia que la acompañaba a todas partes y era como un amuleto. Fumaba, escribía y soñaba con cierta compulsión mesurada. Los peores días de nieve siempre se aparecía con buenas noticias. Poseía una curiosa colección de sombreros. No sé si le gustaban los tangos. Como era un poco olvidadiza se dejaba los corpiños en casa de los amantes.
Yo sabía que todas ellas tenían amantes en aquel pueblo de los venados donde todos llevábamos cuernos. Una vez Teresa quiso irse durante un final de semana con un músico de jazz y me propuso serena que quería que yo fuese con ellos para observar. Así, observar. Y yo sentí la tentación de escaparme con la orquesta. Los miembros prometían días de playa y abundancia. De Julia, la esposa perfecta, supe que era casada con otro antes del año y por eso ni aniversario nos dio tiempo a celebrar. Volvió con su marido y me dejó las plantas a punto de florecer.
De ellas dos sólo recibo noticias esporádicas. Miriam y yo aún nos escribimos, nos llamamos, nos vamos de vacaciones a la playa. Ella bebe cervezas conmigo, toma el sol de biquini. Yo también, a pesar de las más diversas infidelidades.
3 comentarios:
yo soy miriam :)
hermoso texto ana!!
muy bueno ana, saludos desde bogota
carlos
http://beniarte.blogspot.com
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