Si te dijera que todas las cosas me dicen tu nombre, creerías casi con certeza que estoy obsesionada. Opinarías que soy una loca, una carente enferma, si no me conocieras, si no supieras que es verdad. Pero sucede. Sucede que todavía no te has ido y ya todo dice tu nombre, tu sobre nombre, tu apellido. Acontece que hiervo las botellas para retirar las etiquetas y hacer pequeños candelabros que colocar en los lugares más inesperados. Riego las plantas que se han infectado de unas larvas que trajo aquella que tú me diste, las de las florecitas rojas. Lavo las alfombras y, para no dejar de ser doméstica, doblo las toallas limpias, bordadas con todos los nombres por los cuales te llamo, por los cuales te llaman. Los nombres por los cuales te recuerdo.
Es imposible sentir nada ante tu partida, ante la presencia tuya que se ha quedado en mi casa, entre todas las cosas que me dejaste, cestas, vajillas, almohadas que poco a poco irán perdiendo tu olor. Es imposible, ahora, intentar sentir alguna cosa nueva, alguna cosa que yo ya no sepa porque fui sabiéndolo todo, poco a poco, desde el día que te conocí, cuando comenzamos a vivir la historia aquella que yo leí en un libro.
El libro aquel contaba, para darle créditos a su autor, la historia de un tipo que tenía un perro y una chica, ambos satos, con libre acceso de entradas y salidas insospechadas a un apartamento diminuto y semivacío. Tu apartamento no era diminuto, ni semivacío. Tenía lámparas, escobas, ceniceros, aquella Virgen María que tu madre te hizo colocar y que tanto a los dos nos gustaba. A tí, porque te recordaba a tu casa, a mí porque ella adoptó el Niñito Dios negro ese que yo llevo a todas partes, aunque tú y yo sabemos que no tiene como ser su hijo natural porque ella es tan blanquita. Tu apartamento era lindo maravilloso y yo tenía la llave como aquella chica del cuento y cuando yo llegaba, prendía la tele, o el computador, o escribía si tú no estabas. Y si tú estabas, reíamos, y fumábamos y convidábamos a los amigos y fue así que aprendimos a amarnos.
Todo ese fue después de yo mudarme a mi propio apartamento, ese donde ahora vive Nuestra Señora de Fátima, tu ventilador, las sábanas. Cuando yo todavía vivía contigo nunca dormía contigo. Dormía siempre en la sala, en el piso, bien calientita con esa manta tuya que ahora es mía. Y tú un día me dijiste que cada vez que te levantabas y te arreglabas para salir a trabajar, además de ese olor de jabón y menta que ahora me hace pensar en tí, la casa era mejor porque yo te preguntaba todas las mañanas si habías soñado y te llamaba de mi amor, el único nombre que no está en las toallas. El nombre que nos dijimos hace poco, bien bajito en el oído, antes de que te fueras. Justo antes, cuando yo ya no vivía en tu casa, pero dormía contigo.
Es imposible sentir nada ante tu partida, ante la presencia tuya que se ha quedado en mi casa, entre todas las cosas que me dejaste, cestas, vajillas, almohadas que poco a poco irán perdiendo tu olor. Es imposible, ahora, intentar sentir alguna cosa nueva, alguna cosa que yo ya no sepa porque fui sabiéndolo todo, poco a poco, desde el día que te conocí, cuando comenzamos a vivir la historia aquella que yo leí en un libro.
El libro aquel contaba, para darle créditos a su autor, la historia de un tipo que tenía un perro y una chica, ambos satos, con libre acceso de entradas y salidas insospechadas a un apartamento diminuto y semivacío. Tu apartamento no era diminuto, ni semivacío. Tenía lámparas, escobas, ceniceros, aquella Virgen María que tu madre te hizo colocar y que tanto a los dos nos gustaba. A tí, porque te recordaba a tu casa, a mí porque ella adoptó el Niñito Dios negro ese que yo llevo a todas partes, aunque tú y yo sabemos que no tiene como ser su hijo natural porque ella es tan blanquita. Tu apartamento era lindo maravilloso y yo tenía la llave como aquella chica del cuento y cuando yo llegaba, prendía la tele, o el computador, o escribía si tú no estabas. Y si tú estabas, reíamos, y fumábamos y convidábamos a los amigos y fue así que aprendimos a amarnos.
Todo ese fue después de yo mudarme a mi propio apartamento, ese donde ahora vive Nuestra Señora de Fátima, tu ventilador, las sábanas. Cuando yo todavía vivía contigo nunca dormía contigo. Dormía siempre en la sala, en el piso, bien calientita con esa manta tuya que ahora es mía. Y tú un día me dijiste que cada vez que te levantabas y te arreglabas para salir a trabajar, además de ese olor de jabón y menta que ahora me hace pensar en tí, la casa era mejor porque yo te preguntaba todas las mañanas si habías soñado y te llamaba de mi amor, el único nombre que no está en las toallas. El nombre que nos dijimos hace poco, bien bajito en el oído, antes de que te fueras. Justo antes, cuando yo ya no vivía en tu casa, pero dormía contigo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario