viernes, 23 de noviembre de 2007

Orto peludo



A las tres de la tarde, en medio del pavor de la siesta, tocaron el timbre. Fui a ver quién era y me di con un cadete de mensajería, un cadete de mensajería en bicicleta, que nada tenía en su actitud ni en su indumentaria que me pudiera prevenir; así que sí, lo admito, me sorprendí un poco cuando comenzó a declamar.
Terminó y me entregó una foto (una foto tuya, de tu orto peludo) en cuyo reverso estaban escritos los versos que había declamado con grandes ademanes y revoleando los ojos en todas direcciones, como si éstos no participaran de la perfromance, o pudieran participar de ese modo tan peculiar...

Éste es el culo que rompiste,
y siempre va a ser tuyo: lo marcaste.
Tanto frescor, mi amor, me diste,
lamiendo en el oscuro de mi traste.

Leí en voz alta y miré al cadete, que estaba notablemente más incomodo que antes. Le di dos pesos de propina, y se fue.

Sos tan tonto…
¿Esa es tu manera de pedir perdón?
¿Creíste que podías recuperarme, mandándome una foto con cuatro versos de mierda, después de lo que me hiciste?
Sos un estúpido.
Ni siquiera -mirá lo que te digo- me hiciste reír.
No reniego de lo que vivimos juntos, no es eso.
No voy a negar que, en otros tiempos, sólo el dulce canto de tu culo podía encantarme la serpiente de ese modo; que, durante mucho tiempo, tu orto peludo me llevaba a todas partes, siguiendo su meneo.
No; no lo niego.
Finalmente, a quienes somos, por una razón u otra, melancólicos, nos resulta imposible negar el pasado; de él nos nutrimos.
Yo, por ejemplo, me rendí prematuramente a la melancolía, porque ciertos feroces detalles de la práctica social me fueron arrinconando…
Estoy hablando de vos, hijo de puta.
Vos sos uno entre tantos culpables.
Lo sabés bien.
Pero no sos un culpable cualquiera.
Si me volví incapaz de generar acciones nuevas, o de tener proyectos a corto o largo plazo (lo mismo da), que puedan conformar el anecdotario de mi vejez, en gran parte se debe a vos, al último empujón que vos me diste: caí en el encierro sobre mí mismo -y en un departamento diminuto- a mascullar los antiguos padecimientos y a disfrutar de los eventuales y fugaces momentos de placer, ya pretéritos.
Y, la verdad, no me importa; así está bien.
Pero no por eso voy a perdonarte.
No.
¿Cuántas veces me dormí sobre tu traste?, ¿cuántas veces me enternecí viendo cómo, de un rulito, le colgaba una gotita de no sé qué?
Miles.
No dejo de acordarme.
Es cosa del pasado, lo sé... Pero para quien dejó de hacer andar la maquinita, el pasado es aún más presente que esta sucesión de días idénticos, este ciclo inagotable de tedio que se muerde la cola.
Así que no encuentro motivo para ser indulgente con vos.
Con lo que tengo es suficiente.
En todos, en cada uno de los días, me acuerdo de tu tercer ojo; no de vos, que eras un accesorio. Porque tu belleza, para mí -no lo dudes-, radicaba en la ilusión de masculinidad que me causaba ver un culo tan rústico, un culo tan de macho. Tanto me gustaba, que, cuando por las noches salíamos a dar unas vueltas por ahí y empezabas a bambolearlo (maricón de mierda), como paladeando la leche de la tarde (la leche que te di), degustando, evocando el gusto de mi amor, y ahí perdías todo gesto de hombría, no dejaba de quererte (de quererlo).
Sí; lo nuestro (lo que había entre tu culo y yo) era hermoso, era perfecto, y tal vez por eso lo jodiste.
Por celos.
No sé.
Tenías que arruinarlo...
Como sea, no te voy a perdonar.
Aunque me prometas momentos aún mejores que los vividos.
No voy a perdonarte.
Me bastan los recuerdos de ese verano en el que no hice otra cosa que tomar mi propia leche, sorbiendo de tu ojete.
Me quedo con el regusto de la imagen de mi pija, bañada en tus agriedades.
Sí; no necesito más.
Soy irreductible.
No te perdono.


By Pésimo Salazar.
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