miércoles, 13 de septiembre de 2006

Apéndice caprichoso




APÉNDICE. (de Underground, Asunción, 2000)
UN CAPRICHO.


A determinada edad que no recuerdo con precisión leí la autobiografía de Luis Buñuel, Mi último suspiro, y encontré en ella un capítulo en el cual el aragonés se explayaba a sus anchas sobre sus propios gustos y disgustos.

Yo siempre quise hacer lo mismo. Darme ese lujo. Dado que mis disgustos son más numerosos que mis gustos, será un placer de índole sádica –un bofetón en la cara (¿o un arañazo en la espalda?) de aquellos que me disgustan–.

Ya sé que, en primer lugar, esto no viene al caso en absoluto. Y, en segundo –pero no último– lugar, que yo no soy Buñuel, que carezco de su fama y que, en la película de la vida –pues de un cineasta hablamos–, yo tengo aproximadamente la misma importancia que el gato del camarógrafo.

Pero me da igual: yo no me guío por criterios de celebridades o anonimatos para pensar y actuar. Y, además, éste es mi libro, y puedo hacer en él lo que me plazca. Así pues, voy al grano.

Me gusta y no me gusta el Demonio. He sentido Su presencia muchas veces, especialmente de medianoche y de madrugada, y la opresión que produce su ardiente deseo de devorar el alma de todo lo que alienta. En la soledad de mi habitación, se sitúa a mi espalda, como se supone que hacen los psicoanalistas con sus pacientes, y lo adivino agazapado, en cuclillas, dispuesto a saltar, pero no me atrevo a volverme y mirarlo. Ríe también, y sus grandes carcajadas contagiosas no inundan con ondas sonoras externas los espacios, sino que resuenan dentro de mi cerebro. A veces es más de un demonio, son varios, y hablan entre sí –de mí, generalmente–, pero no quiero escuchar lo que dicen. O sí quiero, pero no lo entiendo.

Me gusta el sabor picante en los alimentos, que incita al consumo del alcohol para refrescar el estómago. El picante estimula el cerebro y lo embriaga, y llena el alma de coraje, preparándolo para las más cruentas batallas. En el Ande y en el lejano Oriente se consume mucho picante. El picante hace a las grandes naciones.

No me gustan los malditos niñatos de voces estridentes. Cuando siento su presencia, siempre impertinente y de mal gusto, experimento los más crueles impulsos asesinos. Desearía suave y lánguidamente torturarlos, así como a sus estólidos padres.

Me repugnan las mujeres embarazadas y las que llevan bebés en sus brazos. Se las suele venerar como modelos de virtudes, cuando todo lo que han hecho ha sido follar como perras en celo.

Me gustan los malvados. Creo que son menos malvados que los buenos.

No me gustan las personas que se sienten bondadosas. He convivido con ellas, y he descubierto los fangosos abismos de sus almas, en el fondo de las cuales se sienten dignas de ser canonizadas. No me gustan las personas que se duelen del hambre en el Congo Bugandés o donde sea y comen y viven a cuerpo de rey, aunque mi disgusto resulte pueril o ingenuo.

No me gustan las personas de modales refinados y gestos elegantes. Creo que son muy sucias en la soledad de sus cuartos de baño.

Me gusta trasnochar. Me gusta desvelarme. Me gusta beber hasta bien entrada la mañana, desde la noche anterior, y ver sucederse los celajes en las calles infestadas de putas. Me gusta emborracharme, con o sin compañía. Me gusta beber con los amigos, y hablar de cosas que condenaría el Papa y bendeciría Cristo. Me gusta beber sola, e imaginar helados infiernos y malos poemas.

No me gustan las personas que “sobrellevan” con “paciencia” y resignación sus desventuras. Creo que son más malas que la guerra.

Me gusta hasta el delirio fumar cigarrillos, uno detrás de otro. No me importan las consecuencias que esto tenga para la “salud”. La salud es una ficción: lo único real es el sepulcro.

No me gustan los pensadores oscuros, en general. Creo que sólo dos motivos pueden llevarlos a carecer de claridad: la pedantería –una de las manifestaciones más notables de la imbecilidad– o la inepcia, la torpeza en el manejo del lenguaje –otra manifestación de estupidez–. Detesto también a los que abusan de jergas especializadas, como si el lenguaje común no estuviera a la “altura” infinita de sus “elevadas” tesis. En esta categoría incluyo, por ejemplo, a Lacan, que tantos y tan necios fanáticos produce.

No me gusta la gente que tiene mucho dinero y buen gusto, y vive entre objetos de arte y bebiendo vinos caros. Por lo general, aparentan estar en paz con su conciencia. Suelen considerarse, incluso, “buenos”.

Me gusta una pobreza digna, una miseria alegre, una bohemia de cerveza barata. Es mi ideal de vida.

Me gusta hasta el delirio la literatura de terror, y el cine del mismo género también. Con frecuencia sueño pesadillas, y me complazco morbosamente en recordarlas, y en la deliciosa tortura del miedo.

No me suelen gustar las personas concretas, de carne y hueso. Esto, desde luego, conoce excepciones.

Me gustan los bares, los pubs, las discotecas. Me gusta la noche más que el día. Creo que la noche es el terreno de las revelaciones de todo lo que importa. El bar a media luz y a medianoche se me antoja más lleno de contenido sacro y de misterio numinoso que la iglesia, y los rituales eróticos en el claroscuro de la madrugada también me parecen más sagrados, si cabe esa palabra, que la liturgia católica posterior al Concilio Vaticano II.

No me gusta la media luna. Me parece una sonrisa siniestra. Creo que se burla de mí. Se me antoja un espectro demoníaco. Por el contrario, me complace enormemente la luna llena, y me siento, como el mar y como la levadura, bajo su exaltante influjo. No me suele gustar el sol, pero me emociona y alegra el crepúsculo, que es el amanecer del mágico momento de la noche, y disfruto sus tintes sanguinarios.

Por lo general, me parecen ridículas las parejitas amarteladas. Los seres humanos casi nunca son dignos de ser amados, y, sin embargo, incluso al bicho más pestilente hay algún ser incauto que lo ama o dice amarlo. Esta paradoja me subleva. Deberíamos odiarnos los unos a los otros.

No me gusta la gente que cree que tiene la razón. No me gusta la gente que cree que el bien y la bondad están de su lado. No me gustan los poseedores de la verdad. No me gusta la gente que habla con indulgencia bondadosa de la maldad ajena. No me gusta la gente que se emociona con sus propias palabras. Toda esta gente se me antoja grotesca.

Me gusta la rutina, pero más aún me gustan sus rupturas.

No me gustan los presidentes, los ministros, los reyes de nuestra época, los mandatarios en general, los dirigentes de partidos políticos, los empresarios, los entrenadores de equipos de fútbol, las vedettes de toda índole, los escritores consagrados, los “intelectuales”... No sigo. La lista se hace demasiado larga. Creo que es el momento de poner punto final.

Me gusta la vida, pero me atrae la Muerte. No diré más por el momento, y espero no haber aburrido a nadie.

Aunque corro el riesgo de repetirme –tal vez ya lo he dicho antes–, sólo añadiré, por último, que me gusta fumar. La soledad, la compañía, la alegría, la tristeza, el amor, el odio, el triunfo, el fracaso, lo inesperado, lo rutinario, el disoluto alcohol, el ascético café y, en suma, la vida toda no es más que un pretexto para encender un cigarrillo.

Y me gusta beber. La melancolía, el júbilo, el esplendor, la decadencia, el éxito, la derrota, la noche, el amanecer, el calor, el frío, la soledad, los amigos, la seducción, la amargura y, en suma, todo cuanto existe en este mundo no existe sino como un buen pretexto para tomar unas copas.

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