DE CHARAZANI, apersonado, a Sorata: un pueblo, cabecera del municipio homónimo, en el contrafuerte oriental de la Cordillera Real de los Andes, o Ande, decir inveterado. Antaño el camino de La Paz abandonaba abruptamente el altiplano antes de Tiwanaku y penetraba en picada las zonas tórridas; hoy hay que dar una serie de vueltas y revueltas, curvas angulosas, giros, e intrincadas, cruzar puentes pre- y posrevolucionarios, pasos, vegas, ciegos acantilados que amortiguan el sopor de la entrada en materia. Los primeros occidentales que hollaran Sorata lo hicieran por la vía del oeste, del Cuzco y, antes, de la Ciudad de los Reyes, más enmalezada: un lote vascoandaluz embobado por fabulaciones de oro y pájaros plateados, imposibles traslaciones de aves fénix discurriendo en el candor de sus cenizas. Aun Cervantes, que entre su cautiverio en Argel y el primer envión de El Quijote solicitara al Consejo de Indias una destinación de corregidor en la La Paz (factum por demás abundantemente documentado), indagara entre peruleros recién vueltos del Ande sobre Sorata y sus aves cinerarias. Sobre Sorata pudiera hablarse sin cuenta, hay bibliografía varia.[1]
De Charazani, no lejos de la actual frontera boliviano-peruana. Había parado cuánto tiempo ahí, horas, días, ¿años? A cuatro mil metros de altura, ebrio de alcohol y de lenguas, ¿cómo saber, cómo computar tiempo reloj calendario? A traducir, dizque me dijo, ojeando la estatua de Colón en El Prado de La Paz, a traducir Variations sur un sujet al aymara. Como yo me había rejurado no volver a to c ar prosa (todo lo que no brilla es prosa, mi decir), aun la mallarmeana — la cual estrictamente hablando, sabido, no se da — y como el aymara me tenía por entonces sin cuidado, no acabé de recalar qué es lo que me decía diciéndome que iba a Charazani a traducir las susodichas variaciones al aymara. Apersonado: sin soy ni yo ni nombre de pila ni apellido o sobrenombre ni de humano.
A Sorata, casi a la cresta del mundo en jerga metropolitana, que no en aymara — donde la o no se da (tampoco la e), y entonces Sorata es Surata y ‘a Sorata’, Suratarux sarä. Su inclinación, casi fijación por los sufijos hácela, decir de los lingüistas, lengua polisintética o aglutinante, tal otras (mapudungun o mapuzungun y runa simi o quechua, kichua o qheshwa, tupí y aun náhuatl), no todas, singulares empero, amerindianas. Y allende el océano también: el vasco o vascuense, eusquera o euskera — y el húngaro o magyar. A ratos la occidentalía de esquina habrá visto en ellas un estadio intermedio en un (in)cierto progreso natural de las lenguas — entre las archisubdesarrolladas aislantes o silábicas (tal las chinas) y las más avanzadas y complejas declinantes o de flexión (tal las indoeuropeas). Unamuno, a horcajadas en el evolucionismo espiritual-vitalista del siglo del cual fuera nativo (Hegel, Darwin y hasta cierto punto Nietzsche), habrálo dicho con todas sus letras: un idioma aglutinante no puede nunca ser tan perfecto y claro como uno de flexión[2]. Con todo, la marejada progresiva del siglo XIX habrá dado para eso y aun para su contrario; incluso para azuzar doctamente el debate intraeuropeo sobre la lengua primigenia arguyendo que el idioma que hablaran Adán y Eva en el Paraíso, del cual desprenderíanse todas las demás lenguas, no fuera el hebreo ni el sánscrito ni el celta — tesis encontradas de la época —, sino, evidencias a la mano (a la lengua), el aymara — y en el vórtice del teatro adánico: Sorata. Emeterio Villamil de Rada, versado anfitrión de Bolívar en La Paz, aprendiz de filólogo con Wilhelm von Humbold en Berlín y de filósofo con Cousin en París, tempranero lector de Hugo y Lamartine, Compte y Tocqueville, Kant, Lessing, Fichte, los hermanos Schlegel, Hegel, Büchner y Hölderlin en sus respectivas lenguas, doctor en Bellas Letras y primer catedrático de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, minero cuprífero en Corocoro, exiliado político en Lima, manufactor de quinina en la Amazonía norperuana, empresario periodístico multilingüe en la aurífera California, puntual comerciante en México, migrante abreviado en Sydney, asiduo de las chinganas bravas en sus pasos por Valparaíso, consumado escribiente (la mayor parte de los originales de su extensa obra literalmente se consumiera, empero, en el incendio que en 1875 le diera nombre al Palacio Quemado), miembro de la Comisión de demarcación de límites entre Bolivia y Brasil, werthereano suicida en la aún lusoimperial playa de Copacabana y diputado e hijo ilustre de Sorata, en La lengua de Adán no se amilana[3]: delirio por delirio, teta a teta, topología por topología, romanticismo a romanticismo y errata por errata.[4]
En el lapso inmemorial que tras despedirse de mí en El Prado transcurriera en Charazani, sólo diera con el siguiente nominal fraseo: Mä lurawix tuputaw, por decir, L’action restreinte (acotada). Estupefáctamente febril, aún exhausto, quiso de pronto comunicar al universo ésa, su proeza mínima, con sus restos desplazada; empero, el universo entendería algo, mudo el indistante, ¿qué lengua hablara? ¿Cómo pergeñar qué transacción había comedido entre lengua y lengua; una romance, y no neolatina sin más, pues mallarmeana, y otra sin artículos ni géneros ni ser propiamente tal — y qué decir de la restricción operada en la traslación de la franca voz restreinte (de la raíz indoeuropea streig-, ‘estrechar’)? Mä lura.wi.x tupu.ta.w punteara en entreverácea papelería, mä lu ra wix tu pu taw escandiera a pulmón batiente una vez y otra, justa octava.
Era de noche cuando llegó de Charazani a Sorata. De noche, empero, ni nadie fuera — pero el quién, el qué incluso, ni convinieran. El caso fuera que era de noche cuando Sorata se dio a ver en lo oscuro de una espesosa niebla a unos ojos que ni los suyos propiamente fueran: la plaza escasa, los árboles pluricentenarios, la iglesia prácticamente deshecha, un centro de llamadas telefónicas — atrás la sombra congelada del Illampu, del cual De Rada, vía el griego λαμπω, ‘brillar, resplandecer’, deriva precisamente ‘Olimpo’. Y todo y real, otra vez, oscuramente.
Lo observara alejarse por entre los autos con lágrimas llenas de ojos (según yo: hay lágrimas televisionarias — las que en su ceguez o desenfoque extremo anticipan lo inprevisto). Había querido retenerlo, honrar una vez más mi rayuélico renombre, de veras sobrenombre, que Puba por transmigrancia bilabial viene de pubis y éste del latín, mata de pelo (de) púber. Pero. Sólo. Atiné a decirle diciéndome al dodecasílabo oído: cuí da te tam bién de ti, al ma mons truo sa (mi madre fuera poeta transvanguardera del lote de Puraduralubia y, dato decisivo, en las últimas correrías de Jaime Saenz por La Paz, tras la desaparición de mi padre, había formado también yo parte de la partida).
De Charazani, no lejos de la actual frontera boliviano-peruana. Había parado cuánto tiempo ahí, horas, días, ¿años? A cuatro mil metros de altura, ebrio de alcohol y de lenguas, ¿cómo saber, cómo computar tiempo reloj calendario? A traducir, dizque me dijo, ojeando la estatua de Colón en El Prado de La Paz, a traducir Variations sur un sujet al aymara. Como yo me había rejurado no volver a to c ar prosa (todo lo que no brilla es prosa, mi decir), aun la mallarmeana — la cual estrictamente hablando, sabido, no se da — y como el aymara me tenía por entonces sin cuidado, no acabé de recalar qué es lo que me decía diciéndome que iba a Charazani a traducir las susodichas variaciones al aymara. Apersonado: sin soy ni yo ni nombre de pila ni apellido o sobrenombre ni de humano.
A Sorata, casi a la cresta del mundo en jerga metropolitana, que no en aymara — donde la o no se da (tampoco la e), y entonces Sorata es Surata y ‘a Sorata’, Suratarux sarä. Su inclinación, casi fijación por los sufijos hácela, decir de los lingüistas, lengua polisintética o aglutinante, tal otras (mapudungun o mapuzungun y runa simi o quechua, kichua o qheshwa, tupí y aun náhuatl), no todas, singulares empero, amerindianas. Y allende el océano también: el vasco o vascuense, eusquera o euskera — y el húngaro o magyar. A ratos la occidentalía de esquina habrá visto en ellas un estadio intermedio en un (in)cierto progreso natural de las lenguas — entre las archisubdesarrolladas aislantes o silábicas (tal las chinas) y las más avanzadas y complejas declinantes o de flexión (tal las indoeuropeas). Unamuno, a horcajadas en el evolucionismo espiritual-vitalista del siglo del cual fuera nativo (Hegel, Darwin y hasta cierto punto Nietzsche), habrálo dicho con todas sus letras: un idioma aglutinante no puede nunca ser tan perfecto y claro como uno de flexión[2]. Con todo, la marejada progresiva del siglo XIX habrá dado para eso y aun para su contrario; incluso para azuzar doctamente el debate intraeuropeo sobre la lengua primigenia arguyendo que el idioma que hablaran Adán y Eva en el Paraíso, del cual desprenderíanse todas las demás lenguas, no fuera el hebreo ni el sánscrito ni el celta — tesis encontradas de la época —, sino, evidencias a la mano (a la lengua), el aymara — y en el vórtice del teatro adánico: Sorata. Emeterio Villamil de Rada, versado anfitrión de Bolívar en La Paz, aprendiz de filólogo con Wilhelm von Humbold en Berlín y de filósofo con Cousin en París, tempranero lector de Hugo y Lamartine, Compte y Tocqueville, Kant, Lessing, Fichte, los hermanos Schlegel, Hegel, Büchner y Hölderlin en sus respectivas lenguas, doctor en Bellas Letras y primer catedrático de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, minero cuprífero en Corocoro, exiliado político en Lima, manufactor de quinina en la Amazonía norperuana, empresario periodístico multilingüe en la aurífera California, puntual comerciante en México, migrante abreviado en Sydney, asiduo de las chinganas bravas en sus pasos por Valparaíso, consumado escribiente (la mayor parte de los originales de su extensa obra literalmente se consumiera, empero, en el incendio que en 1875 le diera nombre al Palacio Quemado), miembro de la Comisión de demarcación de límites entre Bolivia y Brasil, werthereano suicida en la aún lusoimperial playa de Copacabana y diputado e hijo ilustre de Sorata, en La lengua de Adán no se amilana[3]: delirio por delirio, teta a teta, topología por topología, romanticismo a romanticismo y errata por errata.[4]
En el lapso inmemorial que tras despedirse de mí en El Prado transcurriera en Charazani, sólo diera con el siguiente nominal fraseo: Mä lurawix tuputaw, por decir, L’action restreinte (acotada). Estupefáctamente febril, aún exhausto, quiso de pronto comunicar al universo ésa, su proeza mínima, con sus restos desplazada; empero, el universo entendería algo, mudo el indistante, ¿qué lengua hablara? ¿Cómo pergeñar qué transacción había comedido entre lengua y lengua; una romance, y no neolatina sin más, pues mallarmeana, y otra sin artículos ni géneros ni ser propiamente tal — y qué decir de la restricción operada en la traslación de la franca voz restreinte (de la raíz indoeuropea streig-, ‘estrechar’)? Mä lura.wi.x tupu.ta.w punteara en entreverácea papelería, mä lu ra wix tu pu taw escandiera a pulmón batiente una vez y otra, justa octava.
Era de noche cuando llegó de Charazani a Sorata. De noche, empero, ni nadie fuera — pero el quién, el qué incluso, ni convinieran. El caso fuera que era de noche cuando Sorata se dio a ver en lo oscuro de una espesosa niebla a unos ojos que ni los suyos propiamente fueran: la plaza escasa, los árboles pluricentenarios, la iglesia prácticamente deshecha, un centro de llamadas telefónicas — atrás la sombra congelada del Illampu, del cual De Rada, vía el griego λαμπω, ‘brillar, resplandecer’, deriva precisamente ‘Olimpo’. Y todo y real, otra vez, oscuramente.
Lo observara alejarse por entre los autos con lágrimas llenas de ojos (según yo: hay lágrimas televisionarias — las que en su ceguez o desenfoque extremo anticipan lo inprevisto). Había querido retenerlo, honrar una vez más mi rayuélico renombre, de veras sobrenombre, que Puba por transmigrancia bilabial viene de pubis y éste del latín, mata de pelo (de) púber. Pero. Sólo. Atiné a decirle diciéndome al dodecasílabo oído: cuí da te tam bién de ti, al ma mons truo sa (mi madre fuera poeta transvanguardera del lote de Puraduralubia y, dato decisivo, en las últimas correrías de Jaime Saenz por La Paz, tras la desaparición de mi padre, había formado también yo parte de la partida).
[Con ti nua rá]
[1] Cf. Miscelania bibliográfica de Sorata, de Juan Mendizábal de Iyapa, La Razón, Oruro, 1994. Consúltese también la istoria de la ciudad de Sorata, de Atalía Varga, particularmente los capítulo VI y VII acerca de la impronta de La historia de la villa imperial de Potosí de Arzáns de Orsúa y Vela sobre el conjunto de la h/istoriografía andina y, en especial, la de Sorata.
[2] Cf. M. de Unamuno, Más sobre el vascuense, in Obras completas. También: Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, donde explícitamente se deja conducir por Die Sprachen Europas in Systematischer Uebersicht (1850), del neohegeliano August Schleicher. Don Miguel toma de éste la tripartición de tipos o megafamilias de lenguas (que Schleicher a su vez tomara de los hermanos Schlegel, y especialmente de Ueber die Sprache und Weisheit der Indier, de Friederich), adoptando de paso la convicción de que las lenguas de flexión constituirían una superación de las aglutinantes y éstas de las aislantes o monosilábicas.
[3] Hay al menos cuatro ediciones de La lengua de Adán (1860; 1888, con introducción de Nicolás Acosta; 1939, con notas de Gustavo Adolfo Otero; y 1972, con nota biográfica); se trata, según indica su preámbulo, sólo de un resumen de autor de un par de escritos más vastos de Villamil de Rada: La lengua de Adán y el hombre del Tiahuanacu (cuyos manuscritos, en su versión integral, habrán sido reducidos a cenizas en el mentado incendio de 1875). Seguimos aquí la edición de 1939, publicada por el Ministerio de Educación, Bellas Artes y Asuntos Indígenas de Bolivia.
[4] Más que de erratas propiamente tales, de ratas (literal y biológicamente) y de puntos suspensivos marcando los pasajes roídos, como lo subraya a pie de página el autor de las Notas sobre Emeterio Villamil de Rada incluídas al comienzo de la edición de 1939, G. A. Otero: Por desgracia, las ratas habían acometido con este manuscrito; y un extremo de su parte superior se encuentra roído y lo suplimos con puntos suspensivos...
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