viernes, 30 de noviembre de 2007

De Charazani a Sorata (III)


aruskipt’asipxañanakasakipunirakispawa


En el Bocaisapo, calle Jaén abajo, en La (restaurada) Paz colonial, Humberto Quino Márquez carraspea antes de sacar el habla. Al poeta de la pasión pura y de su crítica, fauno en la avenida Buenos Aires y en la Tumusla, donde aún gerenteara un familiar alojamiento, autor de un Diccionario herético que va ya en su vigésimo cuarta edición, de una inrrestable Summa poética y de un viejo y memorable Álbum de la nueva poesía chilena (de Lihn a Martínez; Topo de Mar, La Paz, 1994), se le hace agua la boca. Otro Jack Daniel’s, Marcela, che. Traga saliva. Cruza miradas con el chiriguano sin odio y con Juan Carlos. Y con voz ronca rigurosa, en ristre istórico parte:

Lo que comienzo a leer ahora, anochecida y escogida inconcurrencia, se ahorraría en una sola palabra, aymara, conocen, ésta: aruskipt’asipxañanakasakipunirakispawa; lo que traduzco por... [pausa generalizada, con entremiras porcínicas entre la circunstancial audiencia]. ¿Y a qué tanto apuro? Traducir sin demora, ¿no fuera acaso ahogar de entrada lo que otra lengua — aún en sus acentos, silencios, giros y escansiones — vendría a querer decir? ¿Fuera de veras traducir ? Dejemos reposar la palabra entretanto en su lengua — de yapa, y aun de Yapita: aruskipt’asipxañanakasakipunirakispawa.[1]

De poesía y nativas lenguas y de un cierto desacelere in traducción me había comprometido a decir algo esta noche, carajo, y, más precisamente, de poesía y lenguas amerindias, pero — de una América de antes de “América”, anterior a la invención (europea y, luego, estadounidense y ‘global’) de América. ¿Qué decir de esta contingencia inmensa entre lengua (alter-nativa) y poesía? Dado que no pretendo descubrir otra vez la pólvora ni la dinamita (asuntos sinográficos, pero, y del señor Nobel), sugiero empezar oyendo ciertos decires de algunos de nuestros mayores mayores — comenzando por uno que otro pasaje de los muy nobeles Gabriela Mistral y Pablo Neruda (de Rokha, Asturias, Vallejo, Arguedas, Saenz y por momentos aun Huidobro y Octavio Paz, ¿son otra cosa?)*.

Gabriela Mistral aborda directamente el punto en un texto fechado en Santa Margarita de Ligure, en julio de 1930 (cf. Gabriela anda por el mundo, R. E. Scarpa compilador) — que sintomacalmente denomina: Lengua española y dialectos indígenas en la América. Sintomacalmente, sobrepujara, pues desde el inicio reafirma esa distinción (política) insostenible entre lengua (europea) y dialecto (indoamericano). Se trata de un inopinario escrito en memoria de José Carlos Mariátegui, quien acababa de fallecer. A propósito de las campañas de promoción de la lengua quechua impulsadas por Mariátegui en la sierra peruana a mediados de los años ‘20, doña Gabriela no sólo lo tacha implícitamente de ingenuo sino también plantea, y esta vez de manera explícita, que la alfabetización en lenguas indígenas sólo tiene sentido en nuestra América si se las considera como un medio para el aprendizaje del castellano. Al ‘indio’ se le debe convidar primero y exigir después aprender castellano [sic]. Y da, era que no, sus (dos) razonaciones. Primo: dudamos, dice, que las lenguas aborígenes — en este caso, sinecdocalmente, el quechua — sean aptas para la vida moderna (a menos de reacrearlas técnicamente, añadiéndoles tanto como lo que poseen). Segundo: incluso si tal recreo técnico fuese posible, tampoco ello bastaría, porque — aparte de quienes ya lo hacen — nadie más hablaría (aprendería) quechua:

Resulta que una lengua completa, buena y todo, no vive de sus puros deudos y tiene que ganar clientela entre los extraños; que es una verdadera pieza comercial, lo mismo que el cheque, y pide que agentes extranjeros le den estimación y confianza redondas. Nadie nos aprendería nuestro pobre quechua, dulce para la lengua, rítmico para la sangre, rico y cuanto se quiera. Nuestros dialectos, resucitados, o mejor dicho, galvanizados, se nos quedarían allí mismo donde los halló Francisco Pizarro... (G. M., op.cit.; subrayo).

Habría, de cierto, muchísimo que des/capitalizar a partir de este conciso párrafo de imperiosa e imperial analogía. Una lengua (europea) es (como) un cheque, un traveller’s check, cobrable anywhere. Un ‘dialecto’ (amerindiano), en cambio, no da lugar a intercambio ni a inversión (extranjera) alguna. Esto último, singularmente en el caso del quechua viene a ser desde ya palindromáticamente problemático; bastaría invertir (en) el quechua mismo y con muy poco rezurce vocálico tendríamos un cheque perfectamente utilizable. En cualquier caso: olvido — ¿activo inactivo, automático destinar o franco fatal destino? — de lengua en (la) lengua, y olvido de paso de la (trópica) casa de cambio. A favor de la poeta del Elqui podríamos decir con todo que a diferencia del incontttournable Mallarmé [el francés de Quino se hiciera esperar], quien exceptúa a la lengua literaria de toda metaforización cambiaria o comercial, ella no le otorga ningún privilegio ni virginidad trascendental a la lengua, en poesía o no.

Hasta aquí, por ahora, doña Gabriela.[2]

Pablo Neruda, don Pablo, sigue otra similar derrota. Pues Neruda busca establecer una justicia (social) cambiaria — suerte de trueque supuesto equitativo — entre el oro o las ‘riquezas materiales’ que los conquistadores extrajeran de América y la lengua y/o ‘riqueza espiritual’ (cultural es la palabra de Neruda) que ellos (nos) legaran. Yo te doy mi oro espiritual (mi lengua, la española), oferta Neruda, y tú me das el oro mineral — ¡qué cheque ni qué cuatro cuartos: oro por oro, no se hable más! Es, precisamente, en La palabra (Confieso que he vivido) donde Neruda nos propone tal fantástico intercambio. Tal cual:

Qué buen idioma es el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos [...] Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras. (P. N., op. cit.).

Como si en la América de antes de “América” no habráse habido palabra ni lengua, ni jaqi aru ni runasimi ni náhuatl ni... Como si antes de los conquistadores torvos aques[t]e hueco sólo mudez sin mudez habráse sido...

Como si.[3]

Si recuerdo estos pasajes a estas horas tardías, amigas, amigos del Bocaisapo, si releo estos fragmentos mistralianos y nerudianos ante ustedes esta noche de copas [e, interrupiéndose, bebiera Quino un largo sorbo de su Jack Daniel’s], no es para echarle más leña al fuego, se entendiera, pero tampoco para mearlo todo de golpe y entusiastamente venirlo a apagar. Tampoco para pelar a ciertos/as (mayores) ausentes — ¿quién no se habrá, aún en la somnolencia literatosa más extrema, identificado de alguna manera con algo de lo que Neruda y/o Mistral escribieran y/o hicieran? O aún hoy: ¿quién no sientiera un in/cierto aire de familia al allegarse a algunos de sus más encumbrados poemas, un decir: Alturas de Macchu-Picchu, la primera Residencia, Tala o Desolación? Lo que da a aquilatar cita y cita antes bien concitara la maraña de juicios y prejuicios que habremos de remover si de veras importa ayuntarnos a la confluencia entre poesía y lenguas amerindieras. Pues en este punto, en este punto de confluencia mayor, con los ‘mayores’, de ésos nada habremos de honrar ni aprender o, precisos, lo que nos enseñan es justamente aquello que ya habremos empezado a desasir, a desmadejar, a desaprender — sin nuevo inicio fundacional, empero, sin borrón y cuenta nueva ni modernización sin más. Y también, acaso, de contrabando, indicación allende; a airear la casa escasa, y abrir intersectando cada nosotros en juego — atendiendo por de pronto lo que (nos) dicen otros meridianos mayores... (Nezahualcóyotl y el iconocuícatl de los ‘Anales de Tlatelolco’ vía Sahagún, el Primer Nueua Corónica, allende incluso la homérica incertidumbre de su autoría, el Popol-Vuh en traducción de Miguel Ángel Asturias del francés al castellano mesoamericano, y hasta cierto punto, acotadísimo — entre Santiago y París — recalando en el viejo aymárico Huidobro, tal Vallejo aquí — cholopicante deslumbrante, de Santiago nativo y finado tal inconcurrida tarde de aguacero en París).

¿Huidobro? ¿Tal Vallejo?

El recitado fraseo de Huidobro en que éste declara que toda su teoría estética le fuera sugerida por un viejo poeta aymara: que no le cantara a la lluvia, carajo, ¡que hiciera llover de una bendita vez...! [Se detiene el cholofauno; acerca la hoja garrapateada un poco más a los ojos, retoma aliento y prosigue...] Cettte idddée me futtt suggérée par un vieux poèttte indien de l’Amérique du Suddd (Aïmara) qui dittt ne chantttez paz la pluyie, ô Poètttes; faiz pleuttt-
voir... Y si lo cito en lengua franca no es sólo para subrayar que Huidobro lo escribió inicialmente en dicha lengua ni menos para hacer gárgaras de mi inquietable vecindad con tal idioma sino para relanzar y/o desplazar los/las dilemaporías en traducción. Pues cuando Huidobro se refiere al viejo poeta aymara — aún si se tratase sólo de una irrupción desembozadamente creacionista —, ¿a quién se está refiriendo? ¿A un yatiri, a un laiqa, a un amawt’a y/o aun kallawaya? Y sobre todo: ¿es conveniente traducir cualquiera de esas palabras, de esos títulos, nombres y renombres, sin más por ‘poeta’? ¿Acaso un yarawi o las ch’allas lluviofactoras del Ande las hemos de llamar, sin más, ‘poemas’? (Lo mismo en cuanto al ül y/o ülkantun mapuche y al cuícatl nahuas, al ñe’ê porã guaraní, entre tantos otros).

Sí y no —

En un sentido, sí, qué duda, cabe: es conveniente y tremendamente conveniente traducir yarawi, cuícatl, ñe’ê porã y ül por ‘poema’, y a quienes los trenzan, inscriben, componen, operan y/o cantan — llamarles ‘poetas’... ¿Pues quién podría negar el sello poético de incursiones y articulaciones tales? ¿Quién podría desconocer el carácter ‘poético’ del legado de Nezahualcóyotl en náhuatl, o de Joan de Santa Cruz de Pachacuti y Waywa, de Juan Hualparimachi Mayta y de Waman Puma en quechua y, más recientemente, de lo obrado por — por nombrar sólo a algunos — Rufino Phaxsi Limachi, Elvira Espejo y Juan de Dios Yapita en aymara — y Pascual Coña, Lorenzo Ayllapán, Lionel Lienlaf, Elikura Chihuailaf y Graciela Huinao, entre tantos/as, en mapudungun? Y en guaraní, en maya, en rapanui, en crí y aun en papiamento...

Y por otro lado, no pues, no: no conviene — no tan raudamente al menos — llamar ‘poema’ al yarawi y al cuícatl y al ül y al ñe’ê porã, ni a sus inscriptores ‘poetas’, so pena de ahogar de entrada lo que esas palabras y esas ‘prácticas cultu[r]ales’ tan idiomáticamente marcadas vinieran a indicar. Pues al decir poema, poeta o poesía — palabras todas de raigambre griega: ποιεω, ‘producir’, ‘hacer’, ‘crear’ — ¿no estamos automáticamente trayendo a colación una milenaria tradición bien determinada (llamémosla por ahora grecoccidental y supongamos también que se deja identificar unívocamente como tal), en el contexto de la cual las llamadas tradiciones precolombinas, si urgeaceleramos el traducir, no harían sino sufrir por enésima vez el nueviejo imperio de la asimilación identificante — absorción compulsiva, asimilancia políticultural? La conveniencia de una in/cierta mora en traducción, de mora en nombrar yarawi al yarawi y cuícatl al cuícatl, apela también a la complejidad y a la singular heterogeneidad de cada lengua y tradición de inscripción. Es la im/posibilidad misma de una repartida con-veniencia, de convivencia y confluencia de más de una ‘cultura’ y/o lengua lo que ahí, carajo, (se) juega. Ni esperanza utópica ni peyoritaria pre- y/o posromántica: cuando en ‘Occidente’ se habla del haiku se está reconociendo que calar un haiku (de Basho, sin ir más lejos, y aun de J. J. Tablada) sin catar mínimamente la ‘lengua’ — y, más precisamente, ciertos aspectos de la diversificada tradición japonesa — pretensión sin tensión fuera, vana lengua sin lengua... [Humberto agarra al boleo otro Jack Daniel’s — soltura de alturas, embalado como estuviera. Y prosiguiera].

Ahora bien, caras mías, caros, el desacelere en traducción no se da como la otra cara de la aceleración tecnológica empero, softwares de traducción inclusos (y entre ellos, sorprendente el atamiri, configurado a partir de la propuesta ‘lógica’ postulada por el señor Guzmán de Rojas). La mora desacelerosa — cuya duración nadie pudiera aquí anticipar —: cuestión de ritmo y de escansión. De ritmo, pues la muda de velocidad abre campo a la con-veniencia, al conjunto y al compás — lo que da a leer también nuestro mentado qhechuaymara pachakuti (mudanza del ritmo de la traza habrá dicho por demás doña Gabriela Mistral...).

Decir sí y no a la traducción de yarawi por poema y yatiri por poeta manda pues al carajo la ambigüedad imperante y al esquive de la urgencia de la hora actual. Y es que frente al tinku y/o polemos en traducción no hay lengua maestra ni habrá habido ni habrá ley (común) ni consejo universal, ni de ‘mayores’ ni de ‘menores’, ni poema absoluto (absolute Gedicht) ni ‘poesía universal’: cada vez habremos de sopesar la cosa en su irrepetible y abierto contexto, cuerpo a cuerpo y têttte à têttte...

He vuelto a aludirnos. ¿Cuál pues el ‘nosotros’ que subyace en estas entreveradas palabras — si hay tal? En aymara, como lo sabe hasta el último gato de Achumani, hay al menos tres modos de precisar quién(es) somos: 1. el exclusivo, nanaka (nos, pero no tú o ustedes); 2. el inclusivo, jiwasa (nos, contando contigo o con ustedes), y 3. el inclusivo enfático, jiwasanaka (todos/as nos). Para suspender por ahora la incertidumbre acaso en su cumbre, ambigüedad de esta edad o secreto en seco: ¿quién, ‘nos’, en el punto de la lengua, su punta, de confluencia, a tientas, ahoraquí, ya? Nos pues, carajo: abierto, inclusivo, enfático, plural — otro modo de indeterminar de entrada cualquier frontera de un lugar de pertenencia, otro modo de abrir campo a algún improbable sujeto no sujeto, anautómata entreveraz por llegar. La palabra inicial — que no tanto iniciática ni abracadabrera, pero —, inesperado abra en esta ocasión y escansión tan malabarera, con todas sus letras lo predijera: aruskipt’asipxañanakasakipunirakïspawa.

— La próxima te toca a vos, chiriguano Jorge, Quino concluyera.

[1] La palabra, o frase, como muchas de las aymaras (aunque es la distinción misma entre palabra y frase lo aquí permanece en ascuas), acuñada por el destacado escritor y lingüísta aymara Juan de Dios Yapita, enraizándose precisamente en la ‘palabra’ aru- (‘palabra’, ‘lengua’, ‘habla’), concatena una buena docena de sufijos: aru-s-kipt’a-si-p-xa-ña-naka-sa-ki-puni-rakï-s-pa-wa, lo que traduce: ‘estamos compelidos a comunicarnos mediante nuestra lengua’.

* Demora en el a ratos, y a ratos de memoria: en Octavio Paz convive la conciencia de la demora del descubrimiento del ‘arte indígena’ (descubrimiento ‘tardío’: todavía en 1920 un poeta como Ramón López Velarde era insensible al arte indígena) con la conciencia del peligro asimilacionista u occidentalogófago (al traducir a Nezahualcóyotl, don Fernando de Alba Ixtlixóchitl lo transforma en un Horacio cristiano). Doble conciencia, contradictoria a ratos, pues en su Introducción a la historia de la poesía mexicana (1952) identifica poesía mexicana con novohispana (y/o ‘poesía ibéroamericana’ mexicana) en tanto un par de años antes, en el laberinto de la soledad, habrá subrayado la existencia de una poesía prehispánica (in Crítica de la pirámide). Queda, en todo caso, ininquietada, ahí, la identificación entre poesía y arte, huelladura y literatura.

[2] Tanta fuera la identificación de Gabriela Mistral con ‘el indio’ que — como Franz Tamayo en otras circunstancias — una vez se lo dijera a Ciro Alegría con todas sus letras: Yo soy india. Si su decidida labor en defensa y promoción de los pueblos indígenas es patente (nomás una anécdota contada por un testigo presencial, el poeta Humberto Díaz-Casanueva, a la sazón consejero de la embajada chilena en Washington: luego de recibir el premio Nobel, G. M. fue recibida por el presidente norteamericano Harry Truman; y lo increpó de entrada: ¿Por qué un país tan poderoso como Estados Unidos no ayuda a mis ‘indiecitos’ de América Latina que se mueren de hambre?), es precisamente tal identificación y tal defensoría lo que vuelve tan crudamente sorprendente el entramado de Lengua española y dialectos indígenas. La vindicación de la ‘raza’ (término caro a la Mistral a diferencia de Neruda) y la obliteración del idioma (indígena) conviven en la poeta tal contra-dicción mayor — a partir de la acogida incuestionada del mentado deslinde entre ‘dialecto’ (indígena) y ‘lengua’ (europea). No se trata de un deslinde numérico: el quechua era en 1932 (como sigue siéndolo hoy, con cerca de diez millones de quechua-hablantes) la lengua indoamericana más hablada. La frontera entre ‘lengua’ y ‘dialecto’ pasa ahí de frentón, en palabras de Mistral, por el deseo — deseo de alter de aprender o no tal o cual lenguaje: por la eventual aptitud de un lenguaje para suscitar interés e inversión (libidinal) extranjeras. Nadie nos aprendería nuestro pobre quechua... Nuestros dialectos, resucitados o, mejor dicho, galvanizados, se nos quedarían allí mismo donde los halló Francisco Pizarro, en el festón de la costa peruana, y tal vez más adentro, donde se acaba el mestizo y comienza el indio puro (resulta que una lengua completa... no vive de sus puros deudos y tiene que ganar clientela entre los extraños). ¿Contra-dicción — o meridiano tinku? Misma ambivalencia en su ‘diario íntimo’: Mi reputación de indigenista viene de lo poco que he hecho por la reivindicación del indio en general, con apoyo en la admirable cultura que tuvieron — y tienen — mayas, toltecas y quechuas. No podía valerme de los araucanos para mis fines por la flaqueza de su labor artística y por su raso primitivismo [sic].

[3] La ‘caída’ de Neruda no sería una caída o recaída sin más sino constituyente del canto general, si no de ‘Neruda’ mismo. Nicanor Parra acuñara la analogía: canto general es a Neruda lo que la cordillera de los Andes — con sus altos y bajos: obra dispareja, señores — a la poesía (‘Discurso de bienvenida en honor a P. Neruda’, in N. Parra y P. Neruda, discursos, 1962); luego Enrique Lihn allanaría la metáfora hasta volverla sinécdoque: Neruda (su obra): la cordillera de los Andes (en poesía). A menudo se alude a la fundación de la revista ‘Araucanía’ (México, 1941), por la que el cónsul Neruda habrá recibido una racistoide reprimienda del Ministerio de Relaciones Exteriores chileno de la época (¡no somos un país de indios!); lo cierto es que como el mismo Neruda lo anota en para nacer he nacido el nombre le vino por descarte: por lo picante que resultaba y aún resulta en México la palabra ‘Chile’ (el primer y único número de la revista no traía por demás ningún artículo relativo a lo indoamericano). Que Neruda hizo suya, como Gabriela Mistral, y subrayadamente a partir del canto general, la causa del ‘indio americano’, no es aquí el punto. El ‘problema’ planteado en La palabra más bien habría de medirse con la siguiente diáfana afirmación del deseo nerudiano en confieso que he vivido: Alguna vez veremos universidades araucanas, libros impresos en araucano, y nos daremos cuenta de todo lo que hemos perdido en diafanidad, en pureza y en energía volcánica (frase que sólo sería contradictoria con La palabra si el ‘nosotros’ que soporta a ésta permaneciera inmutable). Otrosí: Por la tarde regresaban a sus rucas. El hombre, a caballo; la mujer, a pie. No había comunicación con ellos. No sabíamos su idioma, fuera de algunas palabras. Ellos tampoco hablaban castellano; aún lo hablan mal (P. Neruda, entrevista con L’Express, 1971).

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